“Madiba” y el Rugby
François Pienaar recibe la Copa de la RWC en manos del Presidente Sudafricano. |
El periodista de ‘El País’ John Carlin (Londres, 1956), premio Ortega y Gasset en 2000, hace tres años escribió un libro sobre Mandela y el rugby que luego fue llevado al cine y se conoció como la película “Invictus”, protatogizada por Morgan Freeman, Matt Damon.
La historia se desenvuelve en el
primer año de mandato presidencial de Mandela y el Mundial de rugby de 1995,
que ganó Suráfrica. Situémonos en la final del campeonato, que los Springboks
(como se conoce al quince surafricano) le ganaron a Nueva Zelanda por 15-12.
Los neozelandeses eran el Brasil del 70 en fútbol. La mejor selección del mundo
con diferencia, quizá la mejor de la historia. A su extraordinaria calidad le
añadían la bestial motivación que les da el rugby, que es su identidad
deportiva en el mundo. Venían de jugar la semifinal contra Inglaterra, que era
un equipo fuerte, respetable y lo arrasaron. Fue como un partido entre adultos
y niños.
Con Jonah Lomu de punta de lanza.
En efecto. En el rugby encontramos dos tipos de jugadores, los grandotes y los rápidos; las moles de dos o más metros y 120 kilos y las gacelas. Lo insólito en Lomu es que teniendo el tamaño de los grandotes corría los cien metros en menos de once segundos. ¡Era imparable! En cierta ocasión hablé con un señor que en los años 50 jugó para los Leones Británicos, en la posición de Lomu. Era irlandés y a los 24 llegaba a los entrenamientos en un Rolls Royce. ¡Y hablábamos de jugadores amateurs! Me refiero a Tony O’Reilly. También era grande y rápido, terrible en los tres cuartos. ¡Qué personaje! Sobre los 25 años se convirtió en el presidente de la empresa Heinz (la compañía agroalimentaria estadounidense) para Gran Bretaña y a los treinta y pico ascendió de presidente mundial de la compañía. Le cuento esto porque Tony se hizo amigo de Nelson Mandela, el personaje clave de mi libro, y acabó comprando el grupo de periódicos más importante de Suráfrica. O’Reilly, como la mayoría, pensaba que en la final del 95 los Springboks no tenían ninguna posibilidad de ganar a Lomu y sus compañeros. Parecían literalmente imparables, nunca se había visto una cosa igual.
Esa final tuvo además un importantísimo aspecto político.
Que es la clave de la historia. Sudáfrica era el país más dividido del mundo. Blancos contra negros, una situación terrible. Tanto que en tiempos de la Guerra Fría en lo único que estaban de acuerdo rusos, americanos, chinos, el mundo entero, era que lo de Suráfrica resultaba intolerable, una barbaridad.
Y el rugby allí es un deporte de blancos.
El surafricano negro detestaba el rugby, lo consideraba un símbolo del opresor blanco, al mismo nivel que la bandera y el himno. Era la pasión de los blancos dominantes, lo que les daba su identidad. Y con argumentos deportivos: las dos potencias mundiales del siglo pasado fueron Suráfrica y Nueva Zelanda.
Y apareció Mandela.
Salió de la cárcel en 1990 y el país se encaminaba hacia una guerra civil, parecía inevitable una carnicería racial espantosa. En 1994 fue elegido presidente, el primero de raza negra en la historia del país. Su primer reto fue evitar que la enorme cantidad de blancos profundamente descontentos con la situación no creasen un frente terrorista que pusiera patas arriba el país. Mandela sólo vivía para hacer de Suráfrica el país de todos, blancos y negros. Un año después de su llegada a la presidencia les tocó organizar el Mundial de rugby.
Y no desperdició la oportunidad.
Mandela vio la ocasión de utilizar el deporte para unificar a su pueblo. Cuando hablé con él por mi libro, me comentó su certeza de que el deporte moviliza las emociones de la gente de una manera que ningún político puede siquiera acercarse. Se trata del político más brillante y carismático que he conocido y se puso manos a la obra.
Entre el recelo mutuo de blancos y negros, claro.
Lo que más le preocupaba era evitar una contrarrevolución blanca, sabedor de que la mayoría sabía usar las armas, fabricar bombas… El riesgo era que le naciera un IRA multiplicado por cien. De pronto se planteó lo siguiente: ¿Qué es lo que más les importa a los blancos? ¿Su religión? ¿Su Dios? Sí, pero también el rugby. Y pensó: “A ver si somos capaces de utilizar esa pasión para unificar el país”. Faltaba un año para el Mundial cuando llamó a su despacho al capitán de la selección, formada únicamente por blancos.
François Pienaar.
Eso es. Un tipo alto, rubio y realmente fortísimo. Su aspecto físico era el del opresor blanco para los negros, el tipo más odiado por ellos. ¡Una auténtica bestia!
Y Mandela lo sedujo.
Como a cualquiera a quien trató. Le pidió que le ayudara a conseguir que los negros sintieran a la selección como propia, como el equipo de una Suráfrica unificada. Desde entonces, Pienaar y sus compañeros se manifestaron siempre de una manera políticamente correcta, nadie desentonó, todos colaboraron. El mensaje de Mandela caló tan hondo que el equipo aprendió un nuevo himno, en lengua zulú, que no era precisamente la suya, la de los blancos. ¡Se trataba del himno que se cantó en las protestas de los negros durante décadas en sus manifestaciones contra los blancos! A todo esto, Mandela se esforzaba en convencer a los suyos de que el equipo también les pertenecía. Se topó con dificultades en su propio partido y con gentes de su raza que le decía, “bueno, está bien lo de la unificación y todo eso, pero que no nos pidas que apoyemos a la selección” Les parecía demasiado. En nuestras conversaciones, Mandela me llegó a decir: “¡John, es que mi gente me abucheaba!”
Y empezó el Mundial.
Mandela y Pienaar habían hecho su trabajo, pero la mayoría de los negros dudaba cuando empezó el campeonato; los viejos prejuicios Pero el equipo empezó a ganar y se fueron entusiasmando. Y cantando todos el himno zulú. Y mirando los negros con simpatía a un equipo básicamente blanco. En el quince de Suráfrica sólo habían un negro, Chester Williams, que era mulato, tampoco negro del todo.
Y llegó la final…
En mi libro recojo las impresiones de un personaje que pertenecía al grupo de guardaespaldas del presidente Mandela, la Unidad de Protección Presidencial, donde la mitad eran blancos y la otra mitad, negros. Éstos habían sido guerrilleros. O terroristas, según con quien hablabas. Y los blancos, de la policía secreta. Enemigos, vaya. Y estaban juntos, protegiendo al presidente. Durante el Mundial, los blancos celebraban cada triunfo con locura, mientras los negros no se interesaban. Nunca habían sentido nada por el rugby. Cinco semanas más tarde pedían a sus compañeros que les contaran qué era eso; fue como una metáfora de lo que estaba ocurriendo en todo el país. ¡En la semifinal, contra Francia, los negros estaban más enloquecidos que los blancos! Suráfrica ganó por los pelos y se metió en la final. La estrategia de Mandela triunfaba. Desde 1652, cuando los primeros blancos se instalaron en el país, era la primera vez que ellos y los negros deseaban una misma cosa, con la misma pasión: que la selección ganara.
Mandela preparaba su gran golpe ¡y bien despierto!
Sí, él se levanta siempre a las cuatro y media de la madrugada. ¡Y se hace la cama!
¿De verdad?
Una costumbre que ha heredado tras tantos años de cárcel. Lo hace esté en su casa o en el Palacio de Buckhingam. O en la Casa Blanca. Una vez, en Shanghai, debió explicarse ante la señora que cuidaba de su habitación, pues no entendió cómo estaba la cama hecha cuando ella entró a hacer su trabajo. Le dijo: “Señora, perdóneme. Yo aprecio su trabajo, todo está en orden. Pero es que esa es mi costumbre”. La mañana de la final se despertó inquieto: ¿habré hecho lo suficiente para convencer a los blancos de que estoy con ellos, que soy su presidente, que estamos todos juntos ahí? Y decidió llamar al presidente de la federación para que le trajera una camiseta de los Springboks, de color verde, el color de la opresión blanca. Y que esa camiseta llevara el número 6, el de François Pienaar, el capitán.
Con Jonah Lomu de punta de lanza.
En efecto. En el rugby encontramos dos tipos de jugadores, los grandotes y los rápidos; las moles de dos o más metros y 120 kilos y las gacelas. Lo insólito en Lomu es que teniendo el tamaño de los grandotes corría los cien metros en menos de once segundos. ¡Era imparable! En cierta ocasión hablé con un señor que en los años 50 jugó para los Leones Británicos, en la posición de Lomu. Era irlandés y a los 24 llegaba a los entrenamientos en un Rolls Royce. ¡Y hablábamos de jugadores amateurs! Me refiero a Tony O’Reilly. También era grande y rápido, terrible en los tres cuartos. ¡Qué personaje! Sobre los 25 años se convirtió en el presidente de la empresa Heinz (la compañía agroalimentaria estadounidense) para Gran Bretaña y a los treinta y pico ascendió de presidente mundial de la compañía. Le cuento esto porque Tony se hizo amigo de Nelson Mandela, el personaje clave de mi libro, y acabó comprando el grupo de periódicos más importante de Suráfrica. O’Reilly, como la mayoría, pensaba que en la final del 95 los Springboks no tenían ninguna posibilidad de ganar a Lomu y sus compañeros. Parecían literalmente imparables, nunca se había visto una cosa igual.
Esa final tuvo además un importantísimo aspecto político.
Que es la clave de la historia. Sudáfrica era el país más dividido del mundo. Blancos contra negros, una situación terrible. Tanto que en tiempos de la Guerra Fría en lo único que estaban de acuerdo rusos, americanos, chinos, el mundo entero, era que lo de Suráfrica resultaba intolerable, una barbaridad.
Y el rugby allí es un deporte de blancos.
El surafricano negro detestaba el rugby, lo consideraba un símbolo del opresor blanco, al mismo nivel que la bandera y el himno. Era la pasión de los blancos dominantes, lo que les daba su identidad. Y con argumentos deportivos: las dos potencias mundiales del siglo pasado fueron Suráfrica y Nueva Zelanda.
Y apareció Mandela.
Salió de la cárcel en 1990 y el país se encaminaba hacia una guerra civil, parecía inevitable una carnicería racial espantosa. En 1994 fue elegido presidente, el primero de raza negra en la historia del país. Su primer reto fue evitar que la enorme cantidad de blancos profundamente descontentos con la situación no creasen un frente terrorista que pusiera patas arriba el país. Mandela sólo vivía para hacer de Suráfrica el país de todos, blancos y negros. Un año después de su llegada a la presidencia les tocó organizar el Mundial de rugby.
Y no desperdició la oportunidad.
Mandela vio la ocasión de utilizar el deporte para unificar a su pueblo. Cuando hablé con él por mi libro, me comentó su certeza de que el deporte moviliza las emociones de la gente de una manera que ningún político puede siquiera acercarse. Se trata del político más brillante y carismático que he conocido y se puso manos a la obra.
Entre el recelo mutuo de blancos y negros, claro.
Lo que más le preocupaba era evitar una contrarrevolución blanca, sabedor de que la mayoría sabía usar las armas, fabricar bombas… El riesgo era que le naciera un IRA multiplicado por cien. De pronto se planteó lo siguiente: ¿Qué es lo que más les importa a los blancos? ¿Su religión? ¿Su Dios? Sí, pero también el rugby. Y pensó: “A ver si somos capaces de utilizar esa pasión para unificar el país”. Faltaba un año para el Mundial cuando llamó a su despacho al capitán de la selección, formada únicamente por blancos.
François Pienaar.
Eso es. Un tipo alto, rubio y realmente fortísimo. Su aspecto físico era el del opresor blanco para los negros, el tipo más odiado por ellos. ¡Una auténtica bestia!
Y Mandela lo sedujo.
Como a cualquiera a quien trató. Le pidió que le ayudara a conseguir que los negros sintieran a la selección como propia, como el equipo de una Suráfrica unificada. Desde entonces, Pienaar y sus compañeros se manifestaron siempre de una manera políticamente correcta, nadie desentonó, todos colaboraron. El mensaje de Mandela caló tan hondo que el equipo aprendió un nuevo himno, en lengua zulú, que no era precisamente la suya, la de los blancos. ¡Se trataba del himno que se cantó en las protestas de los negros durante décadas en sus manifestaciones contra los blancos! A todo esto, Mandela se esforzaba en convencer a los suyos de que el equipo también les pertenecía. Se topó con dificultades en su propio partido y con gentes de su raza que le decía, “bueno, está bien lo de la unificación y todo eso, pero que no nos pidas que apoyemos a la selección” Les parecía demasiado. En nuestras conversaciones, Mandela me llegó a decir: “¡John, es que mi gente me abucheaba!”
Y empezó el Mundial.
Mandela y Pienaar habían hecho su trabajo, pero la mayoría de los negros dudaba cuando empezó el campeonato; los viejos prejuicios Pero el equipo empezó a ganar y se fueron entusiasmando. Y cantando todos el himno zulú. Y mirando los negros con simpatía a un equipo básicamente blanco. En el quince de Suráfrica sólo habían un negro, Chester Williams, que era mulato, tampoco negro del todo.
Y llegó la final…
En mi libro recojo las impresiones de un personaje que pertenecía al grupo de guardaespaldas del presidente Mandela, la Unidad de Protección Presidencial, donde la mitad eran blancos y la otra mitad, negros. Éstos habían sido guerrilleros. O terroristas, según con quien hablabas. Y los blancos, de la policía secreta. Enemigos, vaya. Y estaban juntos, protegiendo al presidente. Durante el Mundial, los blancos celebraban cada triunfo con locura, mientras los negros no se interesaban. Nunca habían sentido nada por el rugby. Cinco semanas más tarde pedían a sus compañeros que les contaran qué era eso; fue como una metáfora de lo que estaba ocurriendo en todo el país. ¡En la semifinal, contra Francia, los negros estaban más enloquecidos que los blancos! Suráfrica ganó por los pelos y se metió en la final. La estrategia de Mandela triunfaba. Desde 1652, cuando los primeros blancos se instalaron en el país, era la primera vez que ellos y los negros deseaban una misma cosa, con la misma pasión: que la selección ganara.
Mandela preparaba su gran golpe ¡y bien despierto!
Sí, él se levanta siempre a las cuatro y media de la madrugada. ¡Y se hace la cama!
¿De verdad?
Una costumbre que ha heredado tras tantos años de cárcel. Lo hace esté en su casa o en el Palacio de Buckhingam. O en la Casa Blanca. Una vez, en Shanghai, debió explicarse ante la señora que cuidaba de su habitación, pues no entendió cómo estaba la cama hecha cuando ella entró a hacer su trabajo. Le dijo: “Señora, perdóneme. Yo aprecio su trabajo, todo está en orden. Pero es que esa es mi costumbre”. La mañana de la final se despertó inquieto: ¿habré hecho lo suficiente para convencer a los blancos de que estoy con ellos, que soy su presidente, que estamos todos juntos ahí? Y decidió llamar al presidente de la federación para que le trajera una camiseta de los Springboks, de color verde, el color de la opresión blanca. Y que esa camiseta llevara el número 6, el de François Pienaar, el capitán.
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